domingo, 21 de diciembre de 2008

Nuestra Victoria

Aún a los que descreemos de vanguardias iluminadas, del mesianismo de los que se creen "elegidos para", de la teoría del foco que deja afuera a todos y no suma nada, de la violencia irracional, injustificada, sin dirección ni objetivo; aún para nosotros es imposible dejar de valorar la dimensión humana de esa chica de 26 años que en medio de la balacera dijo: "ustedes no nos matan, nosotros elegimos morir". A Vicki no la esperaba la detención, un juicio, chicanas judiciales, dilaciones planificadas, dos años sin condena y la libertad, un abogado defensor, marchas a favor de su liberación, solidaridad mediática ni de la otra, instancias judiciales internacionales, etc. No, a Vicki la esperaba es secuestro, la tortura, la violación, la humallición y por último "la muerte argentina", una tumba de agua marrón, tan grande esa tumba que todos lo que ella caían podían, y fueron, y son, negados. Y Vicki se suicidó. Y se suicidó con la valentía del que no quiere ser carne para darle a los perros y a sabiendas de que le sería negada toda justicia, prefirió la muerte. Me la imagino a Vicki cómo la describió su padre: flaquita menudita, frágil. Que diferencia con aquellos fornidos y rudos "hombres de armas", oficiales de las fuerzas armadas argentinas, otrora dueños de la vida y de la muerte, guapos de patada, fierro y picana que, a sabiendas de que les venía encima la justicia, se suicidaron. Ojalá Vicki hubiese tenido la oportunidad de justicia, porque hubiese aguantado la cárcel con mas coraje que estos llorones que se quejan de la comida, porque hubiese salido y hubiese sido una dirigente con agallas, no un muerto social que tiene que vivir escondido como estos sátrapas que lloran ante el tribunal, porque hubiese luchado para que los horribles tengan el castigo que merecen y por sobre todo no hubiese perdonado, no hubiese olvidado y por supuesto, no se hubiese reconciliado. Para ella mi homenaje:



CARTA A MIS AMIGOS
Hoy se cumplen tres meses de la muerte de mi hija, María Victoria, después de un combate con las fuerzas del Ejército. Se que la mayoría de aquellos que la conocieron la lloraron. Otros que han sido mis amigos o me han conocido de lejos, hubieran querido hacerme llegar una voz de consuelo. Me dirijo a ellos para agradecerles, pero también para explicarles cómo murió Vicki y por qué murió. El comunicado del Ejército que publicaron los diarios no difiere demasiado, en esta oportunidad, de los hechos. Efectivamente, Vicki era Oficial 2° de la organización Montoneros, responsable de la prensa sindical, y su nombre de guerra era Hilda. Efectivamente estaba reunida ese día con cuatro miembros de la Secretaría Política que combatieron y murieron con ella. La forma en la que ingresó a Montoneros no la conozco en detalle. A la edad de 22 años, edad de su probable ingreso, se distinguía por sus decisiones firmes y claras. Por esa época comenzó a trabajar en el diario La Opinión y en un tiempo muy breve se convirtió en periodista. El periodismo en si no le interesaba. Sus compañeros la eligieron delegada sindical. Como tal debió enfrentar en un conflicto difícil al director del diario, Jacobo Timerman, a quien despreciaba profundamente. El conflicto se perdió y cuando Timerman empezó a denunciar como guerrilleros a sus propios periodistas, ella pidió licencia y no volvió más. Fue a militar a una villa miseria. Era su primer contacto con al pobreza extrema en cuyo nombre combatía. Salió de esa experiencia convertida a un ascetismo que impresionaba. Su marido, Emiliano Costa, fue detenido a principios de 1975 y no lo vio más. La hija de ambos nació poco después. El último año de mi hija fue muy duro. El sentido del deber la llevó a relegar toda gratificación individual, a empeñarse mucho más allá de sus fuerzas físicas. Como tantos muchachos que repentinamente se volvieron adultos, anduvo a los saltos, huyendo de casa en casa. No se quejaba. Sólo su sonrisa se volvía un poco más desvaída. En las últimas semanas varios de sus compañeros fueron muertos; no pudo detenerse a llorarlos. La embargaba una terrible urgencia por crear medios de comunicación en el frente sindical, que era su responsabilidad. Nos veíamos una vez por semana; cada quince días. Eran entrevistas cortas, caminando por la calle, quizás diez minutos en el banco de una plaza. Hacíamos planes para vivir juntos, para tener una casa donde hablar, recordar, estar juntos en silencio. Presentíamos, sin embargo, que eso no iba a ocurrir, que uno de esos fugaces encuentros iba a ser el último, y nos despedíamos simulando valor, consolándonos de la anticipada pérdida. Mi hija estaba dispuesta a no entregarse con vida. Era una decisión madurada, razonada. Conocía, por infinidad de testimonios, el trato que dispensan los militares y marinos a quienes tienen la desgracia de caer prisioneros; el despellejamiento en vida, la mutilación de los miembros, la tortura sin límites en el tiempo ni en el método, que procura al mismo tiempo la degradación moral y la delación. Sabía perfectamente que en una guerra de esas características, el pecado no era hablar, sino caer. Llevaba siempre encima una pastilla de cianuro – la misma con que se mató nuestro amigo Paco Urondo- con la que tantos otros habían obtenido una victoria sobre la barbarie. El 28 de setiembre, cuando entró en la casa de la calle Corro, cumplía 26 años. Llevaba en brazos a su hija porque a último momento no encontró con quien dejarla. Se acostó con ella, en camisón. Usaba unos absurdos camisones blancos que siempre le quedaban grandes. A las 7 del 29 la despertaron los altavoces del Ejército, los primeros tiros. Siguiendo el plan de defensa acordado, subió a la terraza con el Secretario Político Molina, mientras Coronel, Salame y Beltrán respondían al fuego desde la planta baja. He visto la escena con sus ojos: la terraza sobre las casa bajas, el cielo amaneciendo, y el cerco. El cerco de 150 hombres, los FAP emplazados, el tanque. Me ha llegado el testimonio de uno de esos hombres, un conscripto: -El combate duró más de una hora y media. Un hombre y una muchacha tiraban de arriba. Nos llamó la atención la muchacha, porque cada vez que tiraba una ráfaga y nosotros nos zambullíamos, ella se reía. He tratado de entender esa risa. La metralleta era una Halcón y mi hija nunca había tirado con ella aunque conociera su manejo por las clases de instrucción. Las cosas nuevas, sorprendentes, siempre la hicieron reír. Sin duda era nuevo y sorprendente para ella que ante una simple pulsación del dedo brotara una ráfaga y que ante esa ráfaga 150 hombres se zambulleran sobre los adoquines empezando por el coronel Roualdes, jefe del operativo. A los camiones y el tanque se sumó un helicóptero que giraba alrededor de la terraza, contenido por el fuego. -De pronto – dice el soldado- hubo un silencio. La muchacha dejó la metralleta, se asomó de pie sobre el parapeto y abrió los brazos. Dejamos de tirar sin que nadie lo ordenara y pudimos verla bien. Era flaquita, tenía el pelo corto y estaba en camisón. Empezó a hablarnos en voz alta pero muy tranquila. No recuerdo todo lo que dijo. Pero recuerdo la última frase; en realidad no me deja dormir. -Ustedes no nos matan – dijo- nosotros elegimos morir. Entonces ella y el hombre se llevaron una pistola a la sien y se mataron frente a todos nosotros. Abajo ya no había resistencia. El coronel abrió la puerta y tiró una granada. Después entraron los oficiales. Encontraron una nena de algo más de un año, sentadita en una cama, y cinco cadáveres. En el tiempo transcurrido he reflexionado sobre esa muerte. Me he preguntado si mi hija, si todos los que mueren como ella, tenían otro camino. La respuesta brota desde lo más profundo de mi corazón y quiero que mis amigos la conozcan. Vicki pudo elegir otros caminos que eran distintos sin ser deshonrosos, pero el que eligió era el más justo, el más generoso, el más razonado. Su lúcida muerte es una síntesis de su corta, hermosa vida. No vivió para ella, vivió para otros, y esos otros son millones. Su muerte sí, su muerte fue gloriosamente suya, y en ese orgullo me afirmo y soy quien renace en ella. Esto es lo quería decir a mis amigos y lo que desearía que ellos transmitieran a otros por los medios que su bondad les dicte.
Rodolfo Walsh

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